jueves, 31 de agosto de 2023

¡Imposible!

Nota de la autora:

Acabo de recobrar un documento escrito por mi hermano Lynn hace años que cabe aquí como segundo apéndice. Es una perspectiva adicional, donde él reflexiona sobre ese último año en Don Bosco y nuestra despedida final. 





¡Nunca sucederá!


Comenzaba nuestro último año en Don Bosco. Nos iríamos en noviembre o diciembre de ese año 1963, y cuando regresaran a la Argentina, papá y mamá serían reasignados a otro lugar.  
    
    Para nosotros los chicos, especialmente Rita y yo, éste sería nuestro último año en la Argentina, a menos que decidiéramos volver por nuestra propia cuenta. Rita asistiría a la universidad y yo terminaría la secundaria en los Estados Unidos para continuar luego en la universidad. 

    Estábamos muy involucrados en ministerios evangelísticos y la idea de abandonarlos, nos resultaba cnflictiva. Dejaríamos atrás dos Horas Felices que ya presentaban características de formar una futura congregación. Además dejábamos a nuestros queridos amigos de diez años y para mí y Rita, unos eran más que amigos. 

    Rita era muy amiga de un joven de casi la misma edad y abandonarlo le parecía el fin del mundo. Yo, Lynn, estaba enamorado de una tal Dorita, eso a los catorce años era gran cosa. Por si fuera poco, me había enterado que ella sentía lo mismo. Pero yo, por timidez o verguenza, no dije nada.  

    Además, nos iríamos justo antes de la época de campamentos, siempre una era una experiencia esperada con mucha ilusión: el viaje de 8 a 10 horas en ómnibus o tren y luego el camino agreste en camión hasta el campamento. Lo maravilloso era reencontrarnos durante esas dos a cuatro horas apretados en el camión con quienes no habíamos visto en todo el año o hacer nuevas amistades.
    
    Aunque ir a los EEUU también tenía su atractivo: ver a primos y tíos que casi no conocíamos; jugar en la nieve; conocer la tierra donde nacieron nuestros padres y las maravillas y avances de la vida americana.

    Este año podría parecerse al síndrome del "pato cojo" ya que podíamos ver su final. Sin embargo, fieles a su ética de trabajo, mis padres jamás cesaron en su empeño. Y a nosotros, que nos considerábamos parte del equipo, tampoco se nos ocurrió un cambio de rumbo.

    A finales de 1962, mamá encontró un pequeño artículo escondido en las páginas interiores del diario. El título daba a entender que la ciudad de Buenos Aires buscaba cómo deshacerse de los tranvías que recientemente habían retirado de circulación y, para eso, los destinaban a instituciones caritativas. El único problema era que tendrían que trasladarlos fuera del lote donde estaban almacenados dentro de un corto plazo (seis semanas, si bien recuerdo) de haber sido otorgados.

    Mamá le mostró el artículo a papá y sugirió que escribiera una carta para pedir una de esas unidades para colocar en uno de los sitios donde teníamos Horas Felices para uso como lugar de reunión. Papá pensó que sería una pérdida de tiempo porque generalmente todo lo de valor era acaparado inmediatamente por la diócesis católica. Mamá no iba a ser disuadida fácilmente, entonces accediendo a su insistencia, papá redactó una carta y la envió. Normalmente opinaba con total acierto, pero por alguna razón, el Señor intervino y un día, en enero o febrero de 1963, llegó una carta avisándonos que nos habían otorgado no sólo un tranvía, ¡sino cuatro!

    Tendríamos dos tranvías para cada lugar donde hacíamos las Horas Felices. Ahora hacía falta encontrar donde ponerlos. Ninguno de los terrenos donde nos reuníamos (con permiso de los dueños) estaba en venta. Aunque era seguro que el de Quilmes Oeste estaría disponible para ubicarlos temporalmente. Papá le ofreció al dueño en Villa Domínico comprárselo. No sé si fue difícil convencerlo ni cuánto le costó, pero el resultado fue que lo logramos y ahora teníamos dos lotes, cuatro tranvías y seis semanas para transportarlos.

    El procedimiento para el transporte fue increíble. Ya que los cables que cruzan las calles estaban bajos y cada vez que el vehículo de transporte encontraba esa situación alguien arriba del tranvía debía levantarlos para poder avanzar. El que levantaba el cable caminaba sobre el techo hasta poder dejarlo caer en la otra punta. Esto se repetía también cada vez que había luces de calle. En algunas cuadras debían hacerlo dos o tres veces.


    Ya colocados los tranvías, comenzó el trabajo en serio. Quitamos uno de los lados de cada tranvía, luego los juntamos para formar un sitio de reunión de unos 5m por 10.5m con asientos como para 72 personas.


    Aunque ya teníamos las manos llenas, la vida diaria debía seguir adelante. Los jóvenes y algunos adultos de la iglesia colaboraron para construir un alambrado necesario para proteger todo el material de valor. Mientras tanto, alguien debía vigilar día y noche para evitar vandalismo. Uno de los jóvenes quedaba en un sitio y yo, Lynn, en el otro.


    Mientras se instalaba el alambrado, la vida en nuestro hogar no paraba. Mamá esperaba su quinto bebé en cualquier momento. El 7 de marzo comenzaron los dolores de parto. Ella me preparó un  almuerzo y luego con papá me lo trajeron en camino al Hospital Británico en Buenos Aires, a 18 kilómetros de carretera adoquinada. 

    Tan pronto llegaron, la examinaron y la llevaron inmediatamente a la sala de partos mientras papá se sentó y empezó a firmar los documentos de ingreso. Tan exhausto estaba que se durmió firmando su nombre. Cuando despertó, pidió que lo llevaran a la sala de partos para estar con mamá. Le informaron que ya era demasiado tarde, que ya había nacido nuestro hermano menor. Su nombre es Norman Alan. El primer nombre en honor del abuelo Hirschy, hombre de fe con corazón enternecido hacia un mundo perdido. Siempre lo hemos llamado Alan ya que los demás todos tenemos nombres de sólo cuatro letras.




    Frecuentemente he deseado que hubiésemos podido permanecer allí para continuar la obra comenzada en esos dos lugares. Pero no pudo ser. La última vez que pregunté, los tranvías convertidos en capillas, ambos seguían funcionando como salones de reunión, aunque ya hace tiempo que no tenemos contacto con esas congregaciones.

    Estos recuerdos me llevan a dos verdades importantes:    

    1. Nunca digas que jamás sucederá. Si Dios quiere, LO HARÁ! 

    2. Si piensas que tu plato está repleto y no das para más, es probable que Dios te añada otro bocado desafiante para que dependas de El. 

Pachín