sábado, 15 de abril de 2023

Entre dos mundos

 


El ruido del tren retumbaba cada cinco minutos porque las vías estaban a solo una cuadra de distancia. Cada vez que sonaba el silbato, sabíamos que era el lento, que paraba en la estación cercana, y no el rápido que pasaba a toda velocidad.

Nos habíamos mudado a una nueva ciudad. Yo tenía ocho años.

Estábamos acostumbrándonos a los sonidos familiares de los trenes y a la vida en aquella casa de dos pisos en la calle 31 de Don Bosco, un pueblo en las afueras de Buenos Aires.

El martes era “El día de la feria”. Los vendedores se alineaban en la calle junto a la estación del tren, vendiendo frutas y verduras, flores, artículos para el hogar, ropa, artesanías, etc. La gente del pueblo se arremolinaba comparando precios, charlando, disfrutando del calor del sol de la mañana y la camaradería. 

La mayoría de los días comprábamos frutas y verduras en la verdulería de doña Lucy, el puesto en la esquina frente a la estación. Julio, su hijito de pelo oscuro y cabello ondulado, pasaba el rato allí. A menudo se lo veía con su rubio amigo, Roberto. No recuerdo cuando, pero en algún momento después de que mis padres comenzaran una clase bíblica para chicos los domingos por la mañana en nuestra casa, los dos amigos comenzaron a venir con frecuencia, a veces acompañados por sus hermanos menores. Julio era uno de los presentes cuando celebramos el cumpleaños 31 de mi papá.

Se podría decir que todos crecimos juntos en el barrio, aunque mis hermanos y yo nunca tuvimos la libertad de jugar en la calle como los otros chicos.

Tenía una amiga, Delia, que vivía a la vuelta de mi casa y todos los días caminábamos juntas hasta nuestra escuela primaria, la Escuela No. 42, que estaba a ocho o diez cuadras cruzando las vías del tren hacia las afueras del pueblo. Ella también era parte de nuestro pequeño grupo y de vez en cuando asistía a la escuela dominical. 

En una reunión vespertina en nuestra casa, todos los asientos de la sala estaban ocupados y me tuve que sentar en uno de los fríos escalones de la escalera de cemento que conducía al primer piso. Quizás el sermón se alargó demasiado, o no quise interrumpir saliendo para ir al baño. Por desgracia, el resultado fue peor porque tuve un “accidente” allí mismo en los escalones. Mi amiguito Julio, sentado a mi lado, sintió mucha pena por la vergüenza que esto me había causado.

Me quedó otro recuerdo de cuando vivíamos en esa misma casa, Calle 31 No. 33. Enfermé de paperas en la época navideña (verano en Argentina) y no pude representar mi papel en el programa que se hacía en el patio trasero de la casa. Con tristeza miraba hacia abajo desde la ventana de mi cuarto, las mejillas hinchadas cubiertas con una bufanda. 

La mayoría de nosotros también asistía a una Hora Feliz que se hacía los jueves por la tarde en otra parte del pueblo. Nos encantaba nuestro maestro, Carlos Maccio. Siendo preadolescentes, nos involucró en un programa que se grababa para difundir por radio. Todas las semanas viajábamos en tren a un estudio en la capital, en el centro de
Buenos Aires, para hacer sketches y cantar canciones para un programa infantil de radio. Recuerdo claramente haber cantado un solo, era el Salmo 103 con música. Otros detalles se han desvanecido.

Más adelante nos mudamos a otra casa, mucho más cercana a la de Julio, a la vuelta de la esquina.
Las amistades entre los chicos de nuestro barrio crecieron. Los Clausen, una familia danesa de creyentes, vivían en la vereda de enfrente. Lise, su hija, y yo, nos hicimos buenas amigas, aunque ella era un
par de años más joven. Caminábamos juntas todas las tardes a un negocio del otro lado de la vía para comprar leche. 

Su hermano Eduardo, alto, rubio y hermoso, tenía mi edad, y desarrollé un enamoramiento por él que duró todo nuestro año de licencia en los Estados Unidos. Pero cuando regresamos a nuestra casa de Chiclana, poco a poco me fui dando cuenta de que él no pensaba en mí de la misma manera. Además, no frecuentábamos los mismos círculos. Los Clausen eran miembros de una congregación de
los Hermanos Libres en Wilde, el siguiente pueblo en la ruta del tren hacia la capital.

Mientras tanto, nuestro propio grupo juvenil de Don Bosco iba creciendo en número y afinidad. Mis padres notaron que llamaba la atención de los varones y me trasladaron a la habitación de atrás, donde no podía hablar con los chicos desde la ventana de arriba que daba a la calle. La reubicación no sofocó totalmente los anhelos internos de la adolescencia. Tuve muchas oportunidades de reunirme y servir junto con los jóvenes de nuestro grupo.

El trabajo físico en el ministerio nos unió como comunidad. A lo largo de los años, mi padre, con la ayuda de miembros mayores y jóvenes de la congregación, construyó un edificio de iglesia que llamamos Templo Evangélico. Los jóvenes adquirieron habilidades en carpintería y albañilería mientras trabajaban junto a mi papá. 

Pastor, predicador, constructor. Don Solón, también impartía disciplinas espirituales. Durante mucho tiempo se reunió con estos adolescentes para la oración matutina. Temo que Julio haya admirado más a mi padre que al suyo, farmacéutico que se levantaba temprano para el viaje en tren de una hora y
trabajaba largas jornadas en un establecimiento de prestigio en la famosa calle peatonal de la ciudad capital, la calle Florida.

De jóvenes ayudábamos en una Hora Feliz al aire libre. Cinco o seis de nosotros viajábamos en tren a un pueblo vecino (Villa Domínico) y luego caminabamos hasta un terreno cercano. Cuando yo tocaba el acordeón, los niños se acercaban y les enseñábamos lecciones bíblicas. Julio cargaba el pesado instrumento en la larga caminata desde la estación de tren hasta el lote baldío donde se reunían los chicos.

Con el tiempo se hizo evidente que Julio y yo éramos pareja. Nuestra incipiente atracción no había pasado desapercibida para mis padres. Yo sabía que la desaprobaban. Parecían preocupados y me recordaban a menudo: "El próximo año regresaremos a los Estados Unidos". Querían protegerme de una relación imposible. Cuando terminara nuestro período misional de cinco años, tendría que irme de Argentina y regresar a los Estados Unidos con la familia. Y se esperaba que asistiera a la universidad en Indiana, de nombre Grace College. No había ninguna garantía de que alguna vez pudiera regresar.

Sin embargo, nuestra amistad de novio y novia creció. Julio me conquistó con su franqueza genuina y su vibrante personalidad. Y me adoraba. 

Nos atrevimos a imaginar un futuro imposible. Yo era una niña misionera estadounidense y él argentino. Tales relaciones eran inauditas en ese entonces. 

Lo que mis padres no sabían era que Julio y yo nos veíamos cada vez más seguido. Julio vivía apenas a dos cuadras de distancia. Me esperaba en la esquina todas las mañanas y me acompañaba hasta la parada del ómnibus.

Yo asistía a una escuela secundaria para maestros, la Escuela Normal Mixta de Quilmes, a dos pueblos de distancia en transporte público.
Con el tiempo aumentaban los ratos que pasábamos juntos, desde la espera del ómnibus Nº 24
para acompañarme en el viaje de veinte minutos y caminar juntos unas doce cuadras hasta la escuela. 
A él no le importaba que significara ir y volver, a sus expensas, solo para regresar unas horas más tarde a sus clases en el Colegio Nacional, que funcionaba por las tardes en el mismo edificio de la Escuela Normal.

Mis clases de educación física se hacían una o dos tardes a la semana en un gimnasio de otra parte de la ciudad de Quilmes. Julio solía esperarme y yo lo reconocía de lejos con el suéter de lana que su mamá le tejía todos los años. Le encantaba cuando corría a su encuentro, y yo feliz de ver sus ojos oscuros y sonrientes.

Cuando nos separábamos, dejábamos pequeñas notas en muescas de las paredes del salón de clases o huecos de árboles en el patio de la escuela. Por lo general, lo hacíamos en boletos de ómnibus enrollados donde habíamos escrito Te quiero, te quiero, te quiero, una y otra vez. Julio, para sorprenderme, consiguió rollos enteros de un amigo cuyo padre era colectivero.

Una mañana, Julio se quedó afuera de la cerca de la escuela. Estábamos hablando a escondidas cuando la preceptora, se fijó en nosotros, se acercó, nos reprendió duramente y me llamó a la preceptoría. A mí, la pequeña estudiante perfecta, me enviaron a casa, suspendida. Solo se me permitiría regresar al día siguiente acompañada por mis padres.

Julio me esperó afuera de la escuela para escuchar el resultado de la sancion y me acompañó hasta mi casa. Quería explicar y asumir la responsabilidad…

"¿Qué hicieron?!!" preguntó mi mamá tan pronto nos vio. Yo no estaba en la escuela, se me veía muy angustiada, con los ojos rojos, llenos de lágrimas, ¡y con Julio!

Ninguna explicación bastó. Estábamos en un gran problema. Mis padres trataron de mantenernos separados. No nos veíamos mucho luego de ese episodio, y me volví más reservada.

En retrospectiva, es difícil imaginar un amor más dulce e inocente que el nuestro. No teníamos televisión; nuestras mentes y corazones aún no estaban invadidos por un entorno enloquecido por el sexo. Jamás hablamos de ese tema. Creo que no se nos cruzó por la cabeza siquiera. Jamás llegamos a ese grado de intimidad en el tiempo que estuvimos juntos. Sin embargo, es probable que mis padres imaginaran algo diferente.

Una tarde lluviosa, aprovechando que mis padres no estaban, Julio y yo nos atrevimos a dar una vuelta a la manzana compartiendo un paraguas. Tal vez fue entonces cuando me dio la foto de una revista que atesoramos como el ideal del amor y el matrimonio: una pareja joven empujando un cochecito de bebé. Es posible que papá se haya enterado; una mañana, poco después, lo oí llorar en voz alta.

Cuando llegó el momento de la licencia misional de mis padres, la separación de mis amigos, y de Julio en particular, fue muy difícil. En el aeropuerto, nos escabullimos y nos besamos como nunca antes, quizá en un intento por sellar de ese modo nuestra promesa de una relación contínua. Cumplimos ese compromiso durante más de dos años a través de una correspondencia fiel y ansiosamente esperada.

Finalmente, un día, papá dijo: “Puedes hacer lo que quieras”. No mucho después, renuncié a la idea de un futuro juntos.

No vi manera de que Julio pudiera venir a mí, o yo ir a él. La distancia era el obstáculo más obvio, pero vivir en mundos diferentes era el gran obstáculo invisible en ese momento. El dolor de la ruptura abrupta se fue desvaneciendo. Finalmente, las preciadas cartas se perdieron o se quemaron. Nunca más encontré el corazoncito de metal que él mismo me había hecho para mi cumpleaños.  

Cada uno de nosotros se casó dentro de su propia cultura y tenemos familias en crecimiento. Sin embargo, ese primer amor sigue siendo un dulce y poderoso recuerdo.

1 comentario:

  1. EL PRIMER AMOR, GUARDADO EN LO MAS HONDO, COMO UN TESORO INAPRECIABLE E IRREPETIBLE....

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Pachín